La noche de los conejos


 Nadie me dijo que abandonaría a mi familia. Nadie me dijo que vivíamos en peligro.


Cuántas veces le pedí a Dios que todo terminara, pero nunca me respondió. Fue entonces, que él me hizo lo que soy.


Mi padre se llamaba Fausto y mi madre Fátima. No éramos como los demás españoles, no éramos puros. Mis padres, humildes campesinos, vivían de la tierra. No pudieron leer en español, pero sí en árabe. Nosotros proveníamos de una comunidad que descendía de los últimos andaluces, aquellos que vulgarmente se les conocía como moros. Nadie de mi familia era en su totalidad español, éramos mestizos, pero felices. Mis padres y hermanas tenían la piel tan blanca como la leche, pero los ojos grandes como los búhos. Mis hermanas, Sofía y María, eran gemelas. Cuando mis padres estaban en campo, ellas me criaban: qué dicha de crecer con mujeres tan amorosas.


Cuando cumplí 5 años pude ir al colegio. Mi padre decía que yo debía aprender a conocer más allá de las tierras, puesto que no quería que viviera en el campo. Sofía decía que era lo mejor para mí, así que ella lavó mis ropas y Fátima coció una libreta con las hojas del alfajor.


El ansiado día llegó. La escuela quedaba en el centro del pueblo, dentro de la iglesia de San Antonio. Todos entramos corriendo como si nuestra vida dependiera de ello. En el primer día, los sacerdotes nos sentaron en la misma mesa donde todos recibiríamos la clase. Mis compañeros eran como yo: niños de piel de leche, pero sin los ojos de búho.


El padre Miguel preguntó sobre nuestra familia. Cada uno de nosotros dijo que sus padres leían todas las noches la Biblia, lo que al padre le gustó; pero todo cambio cuando fue mi turno.


- Mis padres no saben leer, padre. - Respondí con una voz tímida.

-Has escuchado algo sobre la Biblia, supongo. - Negué con la cabeza al mismo tiempo que él terminaba la oración.

-Mi hermana Fátima me lee el Corán, mientras que María prepara la cena.


No sabía la gravedad de esas palabras. El padre Miguel solo me dio la sonrisa más falsa que había visto y pasó de mi.


Toda la clase me esforcé por aprender a escribir. No entendía porqué era malo que mi amada hermana Fátima me leyera un libro que no era la Biblia, ¿acaso no eran libros de Dios? Esa misma noche, golpearon a la puerta. María, quien aún batía la masa para el pan, se limpió y se colocó un improvisado hijab para atender. Dos sacerdotes estaban en la puerta, reconocí al padre Miguel quien me encontró con la mirada.


- ¿En que puedo ayudarlos? - Preguntó con su voz serena mi tierna hermana.

- Querida hija, venimos a hablar con tus padres. - Fátima, quien recién llegaba con un jarrón de leche, tomó el mando de la conversación.

- Ellos no se encuentran. Pero si gustan dejar un recado, yo lo atiendo.

- Mi querida hija. Sé que tu familia es musulmana, así que iré al grano. Hemos estado protegiendo a los tuyos desde antes de la guerra, así que debes saber que la guerra jamás termina. - Afirmo el padre Miguel.

- Juan es un niño que hoy ante la clase ha dicho que leen el Corán, por lo que saben qué significa. Si no quieren que el ejército de Franco venga por Juan, saben lo que deben de hacer. - Ellos se fueron, mientras dejaban a dos hermanas de 15 años guardando las lágrimas.


Cuando mis padres llegaron, Fátima le dijo sobre la visita de los sacerdotes. Para mi mente joven, no sabía lo que estaba a punto de pasar. Mi padre, quien me miró sentado comiendo un alfajor, solo se acercó para decir las palabras que cambiarían mi vida:

- Juan, mañana vas a ser bautizado.


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